Esta crónica cuenta dos historias que suceden en distintos lugares y tiempos, pero que son atravesadas indistintamente —como tantísimas otras— por el acoso y el machismo.
Si Claudia hubiese nacido en Suiza, probablemente su vida no habría estado amenazada a los doce años. Nació en Perú, para ser precisos, en el hospital Domingo Olavegoya de Jauja.
Una década más tarde su falda, ajustada para que abrace su cintura enjuta, bajaba por sus caderas infantiles y sus piernas magras hasta llegar debajo de sus rodillas, justo donde empezaban unas medias negras y delgadas. Este oufitt —lo último del glamour monacal— dejaba apenas una delgada franja de pantorrilla a la vista. No fue impedimento para que un parroquiano se excite ante tanta carne, se agarre el pene por encima del pantalón y, del centro de la plaza, se dirija a dos niñas con ojos de miedo. A los once años, esa fue la primera vez que a Claudia le tocaron el trasero en la calle.
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Hola, flaco. Como cada día, como cada noche, como en cada círculo de gente de la Plaza San Martín, un pretendido conferencista grita y coloca, así, un humilde aporte para hacer de este un mejor país. Tiene esposa, dos hijos, la camisa percudida por doce horas de trabajo diario, sueldo chico y la voz ronca, cansada. Alrededor, decenas de hombres escuchan como predica por el bien de la patria: “Si usted es homosexual, vaya al notario, regale las propiedades que quiera y no joda. ¿Por qué se esmeran en ponerlo como parte de la constitución?” El público ríe y las cabezas asienten con rigor. “Dentro de su casa que hagan de mujer, de la mierda que quieran, pero no vengan a destruir nuestra familia.” Su muy excelsa crítica corresponde a motivos igual de elevados: “Somos una sociedad que quiere ser destruida por el lobby gay. Todo para distraernos de la explotación neoliberal” El vaivén de las cabecitas pelonas y sudadas no podría estar más de acuerdo.
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Si no fuera por el miedo a que vuelva a pasar, y la confusión, el desasosiego de no saber qué pasó, Claudia jamás le hubiese contado a tres chicas de quinto de secundaria, sonrojada y tartamudeando, el incidente del día anterior.
El colegio San Vicente de Paul era solo de mujeres y ella estaba a 2 meses de entrar a secundaria. Con la gravedad de quien cumple una tradición inaplazable, una a una fueron narrando la ceremonia diaria que es tener vagina en la plaza, el mercado, al cruzar la puerta del colegio, pasear en el recreo y volver a casa. “Si estamos por el Centro los mandamos a la mierda y se van.” —prosiguieron— “Debes andar en grupo. Cuando eres más chica aprovechan que no sabes defenderte.” No había más que hacer: “Desde ahora te va a pasar. Ten cuidado”
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Un pequeño pelotón de venezolanos llega de Piérola con termos en ambas manos a relevar a sus, siempre a la orden, compatriotas. Señitos venden queques de chocolate con chantilly encima, todo en un vasito y al módico precio de 2 soles, lleve, amiguito, lleve. Otras, más viejas y menos coquetas, reparten volantes que invitan a la reunión de su iglesia que es tan inclusiva y misericordiosa que “hasta los venezolanos son recibidos”. Por el monumento, dos padres —varón y mujer, claro— dicen con severidad “Ven. Tú eres mujercita. No vas a jugar así” a unos cachetes que los mira con rabia, les da la espalda y corre feroz para alcanzar a sus hermanos en un intento inútil de escalar, saltando, hasta San Martín, el libertador.
A unos metros, Marcos dilucida la ruta del Perú: “Las vendidas de la Mendoza y la hija de Pedro Huilca nos mienten, nos han traicionado”. La gente se va sumando y el olor a culo, que parece no molestarles, va en aumento. “¿Han visto cómo marchan esos huevones?” “Calatos” “Dan asco” responde, brillante, el público. Siento que alguien me mira. Es uno de ellos. Delgado, 47 años seguro, lleva un buzo oscuro y ancho, polo blanco, casaca y cara sucias. Si no es, podría pasar por vagabundo pajero con facilidad. “Hola”, me dice y sonríe. Esa mirada, ese saludito. Por esta noche tuve suficientes viejos ofreciéndome sexo y hoy no tengo ganas. “Si no hay más remedio, cásate —sentencia Marcos— con un maricón, lo matas y heredas todas sus propiedades”, y el respetable explota en carcajadas y aplausos.
—Hola —nuevamente el hombre.
—No — le digo con la cara más heterosexual que puedo poner, mientras espero que se vaya.
—Hey — sonríe y se va acercando.
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Claudia cogió la mano de su amiga. Ambas llevaban la respiración agitada y sus latidos solo podían acelerar. Desde ese momento en su vidas, supieron que existía en ellas un nivel de miedo que no habían conocido. Sabían que el hombre que les mandó besos fuera del colegio se acercaba y si no lloraban era porque apenas había tiempo para respirar antes de salir de la bodega y correr a la siguiente. Corrieron. Sin dejar de mover los pies giraron sus cabezas: seguía detrás, sonriendo y pedaleando para alcanzarlas.
La tendera, acomodando abarrotes de espalda a la calle, preguntó qué deseaban. Miraron las vitrinas y no pronunciaron una palabra. Pronto tendrían que correr, nuevamente, de tienda en tienda, hasta llegar a sus casas.
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Desde hace más de un minuto no deja de seguirme por toda la plaza. Paro. Él para. Lo veo y está llamándome. Siento mi pecho aterrado. Subiendo y bajando. Camina hacia mí sonriendo. El descaro con que lo hace, delante de tanta gente, es aterrador. Me acerco a unos serenazgos y una fuerza interior excluye cualquier posibilidad de hablar. Él me mira, se acomoda el pene y se ríe. Las manos heladas por el miedo a que sea homófobo y me mate, a que le importe un carajo ir a prisión, a correr y que me alcance… Me siento en una de esas bancas de piedra blanca y observo que, desde el otro lado de la plaza, camina hacia mi. “Hey, Benji” escucho a mi derecha y las lágrimas ya formadas se disuelven. Nunca estuve más feliz de ver a Claudia.
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Claudia llegó al Centro con su novio para ver una obra de teatro. Sentada en la plaza San Martín, volteó de casualidad y me vió. Sentí que la calma me habló y la abracé. Hablamos y le conté y me contó. Ví sus ojos grandes, hermosos conteniendo las lágrimas y sentí, entonces, que ignoré antes la real magnitud de esta desgracia tan arraigada, tan nuestra, de este miedo tan grande al que podemos llamar Perú.
Aún así no puedo evitar sorprenderme y quedar con una sensación tan amarga al ver cuántos concuerdan alegremente en esta plaza con los disparates de ese castrista. Quedarían ellos pasmados, o quizá no, al descubrir que han sido infiltrados.“No tengas miedo, no te van a pedir DNI, solo a mi. Ya pues ¿qué dices?” Que a varios de esos machitos el arroz se les quemó hace rato “¡No! Yo soy macho. Me gustan las mujeres… y los pasivos. ¿Eres pasivo, no? Me gusta tú”, que detrás de esos insultos está un cuarentón que en plena plaza San Martín, dos horas después de un celebrar un speech homófobo-comunistón te promete penetrarte despacito y con cariño, por si te duele.
Por Benji Adrian Porras